lunes, 9 de octubre de 2017

Muerte buena

Tengo un amigo, médico, defensor a ultranza de la eutanasia para enfermos terminales y practicante él mismo de este bálsamo en personas que en tales circunstancias acuden en su auxilio. Fue así como ayudó a bien morir al más reputado periodista y politólogo del país, aquejado por un cáncer terminal muy penoso y agresivo, y quien, en su última columna, publicada de manera póstuma, hasta oportunidad tuvo de despedirse de todos sus lectores. Hace unas semanas, el galeno escribió un artículo provocador en el periódico donde colabora todos los domingos y va un paso más allá: se pregunta si es lícito ayudar a morir por enfermedades no terminales, y mencionaba el dramático caso del holandés Mark Langedijk, de 41 años, divorciado, con dos hijos, 21 intentos fallidos por redimirse del alcohol, depresión profunda y quien luchó y obtuvo de parte de las autoridades sanitarias de su país el permiso para poner fin a su vida mediante la administración profesional de una inyección letal, cosa que ocurrió en julio de 2016, rodeado por sus padres, hermanos y su mejor amigo, un párroco, después de una reunión de despedida donde se comió y se bebió. Mis respetos y admiración para todos ellos.

En un caso mucho más cercano, una ex compañera de trabajo, muy querida, padece esclerosis múltiple. En una ocasión, hace pocos años, me llamó por teléfono aquí a León y desesperada me pidió que con toda honestidad le dijera qué haría yo en su lugar. Honestamente le respondí que, en su caso, ya no querría más seguir adelante. Me preguntó que si le podía sugerir algo, y saqué a colación a mi amigo. Me pidió de favor que lo contactara e hiciera una cita para ella. Platiqué con el doctor y el encuentro quedó pactado. Ambos sabían bien a lo que iban, no era necesario decir más nada.

Después del encuentro, mi admirado amigo me llamó por teléfono:

- Oye, Raúl, tu amiga no desea morir.

- Será que ya la quiero yo matar- afirmé inquisitivamente.

-No –repuso-, pero estos no son casos de ‘enchílame otra’ y a lo que sigue. Una de las particularidades de un buen médico es el establecimiento de empatía con sus pacientes y poder derivar de aquí los impulsos sicológicos que realmente los mueven. Y lo que menos quiere tu amiga es morir.

Poco después llamó mi amiga para agradecerme lo que por ella había hecho, hablando maravillas del médico, su consulta, y de que ni siquiera había querido cobrarle, muy a pesar de despachar éste en el hospital ABC del, todavía, Distrito Federal.

Por último, en una situación infinitamente más personal, mi padre, de quien tanto hablo en mis escritos, quedó baldado de por vida por un maldito que lo intervino quirúrgicamente de una compresión cervical en febrero de 1999, que le ocasionó una parálisis del cuello para abajo que lo mantuvo prácticamente nueve años en cama sin poder valerse por sí mismo ni para sus necesidades más elementales. Las depresiones que en ocasiones le venían eran de pronóstico reservado, y a veces me pedía, cuando éstas pasaban, que lo ayudara a poner fin a “todo esto”. Mismas veces en que yo le llegaba a comentar que lo podría hacer si él realmente estaba convencido, pero en seguida desviaba la conversación y se ponía a hablar de cualquier otra cosa, de futbol, por ejemplo, y del equipo de sus amores, ¡el Cruz Azul! De broma lo puyaba diciéndole que si lo único que esperaba para morir era que éste fuera campeón, bien se veía que él, mi padre, quería ser inmortal. Sin embargo, un buen día, en octubre de 2007, se puso mal, muy mal, y lo llevaron de emergencia al nosocomio, de donde, al darse cuenta de su situación, exigió que lo devolvieran inmediatamente a su casa y, una vez en ella, se dejó morir en pocas horas, después de varios años finales de su vida muy miserables.

Eutanasia. Buena muerte o, mejor aún, muerte buena, que yo recomendaría hasta para quienes simplemente estamos hartos de la existencia.

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