martes, 29 de noviembre de 2016

Un correo ¿providencial?

De unos años a la fecha mi vida se ha vuelto monótona y aburrida, con todos los males que esto lleva aparejado. A tal punto llegó la situación, que anhelaba yo el arribo de un hecho fortuito que me viniera a sacar del marasmo, un correo electrónico, me decía yo, que me cimbre y me haga reaccionar. Y el correo llegó.

Hace cinco años, cuando ayudaba a mi hijo a encontrar una opción de educación superior, nuestra primera escala fue la UNAM campus León (Escuela Nacional de Estudios Superiores, ENES). En aquella ocasión, aproveché la oportunidad para entregar a las autoridades de la escuela mi propio currículo para sondear la posibilidad de dar clases en el área de mi especialidad (matemáticas, pues soy actuario). Poco después, tanto mi hijo como yo nos olvidamos del asunto, ya que él se decidió por la Universidad De La Salle Bajío y a mí no se me dio más pensar sobre el particular.

Pues bien, cinco años después, mi hijo se graduó y yo recibía el añorado correo donde la UNAM me invitaba a impartir cualquiera de las asignaturas entre cálculo diferencial e integral, álgebra lineal, análisis numérico o probabilidad y estadística en la licenciatura en Economía Industrial, justo lo que había solicitado desde aquel ya lejano 2011 y que en fechas más recientes había deseado fervientemente, aunque sin una focalización tan precisa. Tuve una reunión donde se me explicó esto y en la que me invitaban a impartir una clase muestra de 15 minutos sobre cualquier tópico de alguna de las referidas materias.

La fecha seleccionada para este “examen de oposición” fue el viernes 25 de noviembre de 2016 y escogí hablar sobre el concepto de límite en cálculo, sin que requiriera comunicarle a nadie mi elección ni el medio que iba a utilizar para exponerlo. Para hacer ver “moderno” a un adulto mayor, mi hija me preparó una primorosa presentación en PDF y PowerPoint con el material que yo le proporcioné. Y ahí estaba yo, dos horas antes del tiempo acordado y con mi USB en el bolsillo, dispuesto a enfrentarme a los dos o tres sinodales que en suerte me correspondieran. Tuve que esperar 15 minutos adicionales para que el salón donde tendría verificativo la prueba estuviera dispuesto, pues se aplicaba en esos momentos un examen a 30 o 40 alumnos, ¡que al final resultaron ser mis sinodales también!, además de los dos docentes que yo había supuesto.

Experimenté vértigo en todas sus acepciones, pero intenté controlarme, inicié la presentación a tumbos y logré estabilizarme un poco, hasta rieron de buena gana, tanto alumnos como maestros, ante algo que dije en serio pero que, me di cuenta al instante, resultó ser una muy buena ocurrencia. Adquirí un poco de confianza para perderla casi de inmediato al sentir que me fallaba la respiración. Sentí que me hundía irremisiblemente. Terminé naufragando con el sencillo ejemplo de límite que les mostré desde un principio, pero cuyo resultado había que demostrar. Para entonces, ya había logrado contagiar a todos los presentes de mi nerviosismo y la inquietud de los dos profesores era patente.

Total, un fiasco, un rotundo fracaso y el ridículo, nunca antes me había autoinfligido un daño como éste, quizás únicamente comparable al que experimento ahora al recordarlo, aunque también me sirva de catarsis. Al final, los presentes me tributaron un “caluroso” aplauso, tal vez más producto de la lástima que de reconocimiento por algún nimio acierto que haya tenido durante mi comparecencia.

Siempre he sido muy crítico para con los demás, a los que no perdono la más pequeña falta, me toca ahora ser congruente y aplicar la crítica para conmigo mismo con tanto o más rigor.

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