sábado, 8 de octubre de 2016

Tolstoi redivivo

Desde hace varios meses tenía yo la intención de releer La guerra y la paz del entrañable León Tolstoi, hasta que un artículo de Vargas Llosa en este mismo espacio me orilló definitivamente a ello. Don Mario dice que la primera lectura que realizó hace muchos años de la inmortal obra del autor ruso le pareció sobre la guerra, pero que ahora, con la segunda lectura que hacía del libro, le parecía indudablemente que versaba sobre el amor. Quizá se debiera a la circunstancia por todos conocida de que éste, el amor, llamaba nuevamente a las puertas del corazón del otoñal Nobel peruano en la persona de Isabel Preysler.

Junto con Los Buddenbrook, de Thomas Mann, el libro de Tolstoi es lo mejor con lo que me he topado en la vida. Por lo menos ya fui capaz de citar dos libros más que Peña Nieto en su fallida comparecencia en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara en 2012.

Sin embargo, la magna y extensa obra de don León (casi mil páginas en la edición Sepan cuántos, de Porrúa) no se limita a estas únicas circunstancias, guerra, amor y paz, sino que son estudios completos de múltiples otros tópicos. Todavía recuerdo, de la primera lectura, cuando se mete a divagar sobre el problema de Aquiles y la tortuga, a propósito de un pasaje que envuelve a un viaje en ferrocarril, si mal no recuerdo. Ya me acordaré ahora que llegue ahí de nuevo.

Pero también cuestiones filosóficas propias del autor o de la idiosincrasia de los múltiples personajes que aparecen en escena. El pasaje, por ejemplo, en el que el arrogante, pero justo, príncipe Andrés Bolkonski perora a Pedro Bezukhov: “Bueno, vaya. Tú quieres redimir a los campesinos, bien está, pero no por ti, porque supongo que no has matado a nadie a latigazos ni has deportado a ninguno a la Siberia, y menos todavía por ellos. Y hasta te diría que, si se les azota y se les manda a Siberia, no es un mal para ellos. En la Siberia llevan una vida bestial. Las heridas de la carne se cicatrizan y son tan felices como antes. Eso es necesario para los hombres que mueren moralmente, que se arrepienten, pero que ahogan el arrepentimiento y se envilecen por el hecho de tener la posibilidad de castigar justa e injustamente. A éstos les compadezco, y por ellos quisiera emancipar a los demás. Tú quizás no has conocido a ninguno, pero yo he visto hombres de buenos sentimientos, educados en la tradición del poder ilimitado, a los que los años han vuelto más crueles y groseros, y lo saben y no pueden contenerse y cada día son más desgraciados.”, no deja de tener un encanto irresistible.

La idiosincrasia de Tolstoi, desde luego, no es la de Bolkonski, pero indudablemente conocía bien a los que como él piensan para describirlo tan magistralmente. La de Tolstoi es más bien como la del interlocutor de aquél, Pedro Bezukhov, que cree que las ideas así expresadas por Andrés están inspiradas en el padre de éste, pero no se atreve a contestarle. Más aún, Bolkonski continúa: “He aquí lo que compadezco: la dignidad humana, la tranquilidad y pureza de conciencia, y no sus espaldas y sus cabezas, pues por más que les azotes y les arrastres, siempre serán las mismas espaldas y las mismas cabezas.” Alarmado, Bezukhov no puede más que contestar: “¡No, no, y mil veces no! No seré nunca de esa opinión” (La guerra y la paz, p. 298, Colección Sepan cuántos, Editorial Porrúa, 1999).

Y digo que Tolstoi es como el rico -aunque modesto y hasta tímido- heredero Bezukhov, pues al igual que éste en la ficción, aquél en la realidad llevó a cabo mucha de la obra altruista con el campesinado descrita en la obra, en su natal Yasnaya Polyana, distrito de Tula.

Es interesante observar cómo otras grandes obras, tanto en extensión como en calidad literaria, tienen esta misma particularidad: la de ser verdaderos tratados de muchos otros tópicos, al margen de su trama principal. Es el caso de otro ruso inmortal, Fiódor Dostoievski, y su seminal Los hermanos Kramázov, en la que no sólo pone a disertar a un chiquillo de alrededor de diez años sobre el origen de los griegos, sino que incluye dentro de la obra su sublime El gran inquisidor, que es en sí misma una logradísima creación del genial autor, solaz de los que hace mucho dejamos de creer. Esta obra se ha llegado a publicar por separado.

Y qué decir de Thomas Mann y sus Buddenbrook, que en mí provocaron que asimilara la obra maestra del gran filósofo alemán Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación. Pero también de Mann son La montaña mágica, donde el autor entra en una curiosa discusión sobre las setas, comparándolas en sus propiedades nutrimentales y de apariencia nada menos que con la carne de res, y Fausto, donde incluye numerosas y complejas digresiones técnicas sobre música, que únicamente los iniciados entienden cabalmente.

Pero también es el caso de Cervantes y la obra cumbre de la literatura universal, El Quijote, donde hasta se da el lujo de incluir ¡una novela en tres capítulos! dentro de la novela misma: Curioso impertinente.

¡Pude listar tres libros adicionales más a los dos con los que ya superaba a Peña Nieto en un principio! Me imagino que si continúo podría enumerar algunos más, pero no quisiera sonrojarlo.

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