sábado, 8 de octubre de 2016

Crónica cachonda

Siempre me he compadecido un tanto de los críticos literarios y cinematográficos, preocupados más en la forma que en el fondo de las materias sobre las que juzgan. Es como si el sujeto amoroso estuviese más dedicado a corroborar que la amada tiene el mismo número de pestañas en cada uno de los párpados de sus ojos que al disfrute pleno de su cuerpo.

No obstante, hay veces que hasta un lego como yo no puede dejar de ver con la mirada del crítico, especialmente en cuanto se refiere a la verosimilitud de una historia. Tal es el caso de la monumental obra del desaparecido Juan García Ponce Crónica de la intervención. Monumental en un sentido doble, el de su calidad y el de su extensión: 1562 páginas en dos tomos (Letras mexicanas, FCE, 2001). Este autor es ampliamente conocido por el contenido erótico y explícitamente sexual de muchas de sus obras, y ésta no es la excepción.

Pero de aquí a creer a pie juntillas que un relato como el de García Ponce pueda ser factible en una sociedad, por más permisiva que ésta sea, media una gran dosis de incredulidad. Me siento tentado a afirmar que la única conducta creíble es la del sacerdote fray Alberto Gurría, con relaciones homosexuales tempranas, sodomita y practicante entusiasta del sexo masivo, aun con sus parientes, y que no tiene el menor escrúpulo en celebrar los servicios religiosos incluso después de haber ejercido sus excesos sexuales. Todo ello, aparentemente, por la pérdida de la fe y una sobrada inteligencia. Un buen día, sin ningún aspaviento, fray Alberto decide colgarse de un árbol.

Sin embargo, la conducta de los demás, intercambiando pareja y hasta compartiéndola generosamente con desconocidos y a ojos del “afectado” o participando en reuniones multitudinarias donde ocurre de todo, resulta francamente inverosímil, y su descripción producto de una mente –de no ser la de García Ponce- francamente calenturienta, perversa y enferma.

Y, por favor, que no se piense que después de leerla acudí de inmediato ante el confesor a expiar mis culpas y propinarme fuertes golpes de pecho. No, más bien quiero enfatizar que a veces uno no puede dejar de interpretar el rol de crítico. En este sentido, la descripción que se hace en la obra de la vida de una escritora frustrada, Francisca Pimentel, que sucumbe finalmente a su alcoholismo, al grado de tener que ser internada en un manicomio, o de las hermosas cavilaciones de fray Alberto antes de cometer suicidio, o de la honda pena que aflige a la acomodada familia Gonzaga por el asesinato del padre, José Ignacio, activo participante en las sesiones sexuales que organiza con su esposa, o del movimiento estudiantil del 68 en la capital mexicana, resultan pasajes realmente bellos y conmovedores. Y también lo son, por qué no, muchas de las escenas más cachondas del descomunal relato.

Por lo demás, en una novela tan extensa, es imposible que el autor deje de ser reiterativo y obsesivo en muchas de sus fantasías y regodeos con el lenguaje, que con frecuencia lo llevan a ser tedioso, cansino y de difícil comprensión. El recurso de enfatizar una idea con la expresión simultánea de su contraria se repite ad nauseam.

Tal parece que García Ponce vivió realmente situaciones similares a las que relata, y no deja de llamar la atención que a pesar del mal que lo aquejaba (esclerosis múltiple) siguió siendo muy prolífico y se apoyaba en su secretaria dictándole sus obras en una voz apenas inteligible para ella. Un médico, al que maldecía, le había pronosticado una pronta muerte debido a su enfermedad bastantes lustros antes de que ésta finalmente ocurriera en 2003.

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