viernes, 23 de noviembre de 2007

El Quijote como primera lectura o la primera lectura del Quijote

Creo que Juan Domingo Argüelles tiene razón cuando afirma que intentar que un niño tome al Quijote como su primer libro para fomentar el gusto por la lectura pudiera tener el efecto contrario, no así el hacer la primera lectura de esta obra, aunque se haga a una edad bastante madura y cuando uno está absolutamente convencido de que ya “sabe” leer. Como dice Martín Riquer: “¡Qué suerte, no haber leído nunca el Quijote y poder leerlo por primera vez!”.

Tal es mi caso. En 1965, es decir, hace más de cuarenta años, la décima parte de los 400 que en 2005 cumplió la obra máxima de la literatura española, mi maestro de literatura de tercero de secundaria, Agustín Monroy Carmona, un estupendo académico ya fallecido a quien debo mi enorme gusto por la literatura, intentó despertar en nosotros la curiosidad por el Quijote platicándonos de él y “obligándonos” a leer pasajes de algunos capítulos seleccionados; sin embargo, continuó su programa con lecturas más fáciles y entretenidas, aunque de indiscutible calidad, entendiendo claramente la dificultad intrínseca que para un adolescente representa la lectura de la creación maestra de Cervantes.

De entonces a la fecha, no tenía yo excusa: no lo había leído por la indescriptible pereza que el voluminoso libro y su simple trama –las aventuras de un loco y extemporáneo caballero andante y su escudero- me producían. Tuvo que venir la conmemoración del 400 aniversario del Quijote para que se despertara en mí el deseo tantas veces sofocado en décadas anteriores de cumplir con esta asignatura pendiente. Me detuve en una librería para comprar una obra de Truman Capote y salí de ella, además, con la magnífica edición Don Quijote de la Mancha de la Asociación de Academias de la Lengua Española (Alfaguara, 2004).

Parafraseando a Riquer, ¡qué suerte nunca haberlo leído!, y mejor todavía, haberlo hecho en este estupendo y bello texto crítico de la Academia, con abundantes notas a pie de página a lo largo de las más de mil que conforman el libro, que, aunque muchas veces hacen fastidiosa la lectura, facilitan enormemente su cabal comprensión. Una edición, en fin, hecha con extremo rigor académico, pero sobre todo, con amor.

Se aprenden muchísimas cosas con la lectura de una obra tan vasta, como lo señalan muchos de los ensayos, textos y notas incluidos dentro del mismo volumen que comento, pero sobre todo una, que ya sospechaba, me queda clara: Don Quijote nunca dijo “ladran, Sancho, luego cabalgamos”.

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